lunes, marzo 12, 2007

La sociedad de consumo es una trampa cazabobos.

El imperio del consumo.
La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas lasguerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un viejoproverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble.
La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal pareceno tener límites en el tiempo ni en el espacio.
Pero la cultura de consumosuena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta, solo,acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar.
La expansión de la demanda choca con las fronteras que le impone el mismo sistema que la genera. El sistema necesita mercados cada vez más abiertos y másamplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la vez necesita que andenpor los suelos, como andan, los precios de las materias primas y de la fuerza humana de trabajo.
El sistema habla en nombre de todos, a todos dirige susimperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la fiebre compradora; peroni modo: para casi todos esta aventura comienza y termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se endeuda para tener cosas, termina teniendo nadamás que deudas para pagar deudas que generan nuevas deudas, y acabaconsumiendo fantasías que a veces materializa delinquiendo.
El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de todos. Dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Esta civilización no deja dormira las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En los invernaderos, lasflores están sometidas a luz continua, para que crezcan más rápido.
En la fábricas de huevos, las gallinas también tienen prohibida la noche. Y la gente estácondenada al insomnio, por la ansiedad de comprar y la angustia de pagar.
Este modo de vida no es muy bueno para la gente, pero es muy bueno para la industria farmacéutica.EEUU consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicasque se venden legalmente en el mundo, y más de la mitad de las drogasprohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es moco de pavo si se tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco por ciento de la población mundial.
«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta una mujer en el barriodel Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango, ha dejado paso a la vergüenza de no tener.
Un hombre pobre es un pobre hombre.«Cuando no tenés nada, pensás que no valés nada», dice un muchacho en elbarrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro comprueba, en la ciudad dominicana de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan para las marcas. Vivencomprando etiquetas, y viven sudando la gota gorda para pagar las cuotas».Invisible violencia del mercado: la diversidad es enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda.
La producción en serie, en escala gigantesca,impone en todas partes sus obligatorias pautas de consumo. Esta dictadura de launiformizació n obligatoria es más devastadora que cualquier dictadura del partido único: impone, en el mundo entero, un modo de vida que reproduce a losseres humanos como fotocopias del consumidor ejemplar.
El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta civilización, que confunde la cantidad con la calidad, confunde la gordura con la buena alimentación.Según la revista científica The Lancet, en la última década la «obesidadsevera» ha crecido casi un 30 % entre la población joven de los países más desarrollados.
Entre los niños norteamericanos, la obesidad aumentó en un 40% en losúltimos dieciséis años, según la investigación reciente del Centro deCiencias de la Salud de la Universidad de Colorado. El país que inventó las comidas y bebidas light, los diet food y los alimentos fat free, tiene la mayorcantidad de gordos del mundo.
El consumidor ejemplar sólo se baja del automóvilpara trabajar y para mirar televisión. Sentado ante la pantalla chica, pasa cuatro horas diarias devorando comida de plástico.Triunfa la basura disfrazada de comida: esta industria está conquistando lospaladares del mundo y está haciendo trizas las tradiciones de la cocinalocal. Las costumbres del buen comer, que vienen de lejos, tienen, en algunos países, miles de años de refinamiento y diversidad, y son un patrimoniocolectivo que de alguna manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa delos ricos.
Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de la vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la imposicióndel saber químico y único: la globalización de la hamburguesa, la dictadura dela fast food. La plastificació n de la comida en escala mundial, obra de McDonald's, Burger King y otras fábricas, viola exitosamente el derecho a laautodeterminació n de la cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene elalma una de sus puertas.
El campeonato mundial de fútbol del 98 nos confirmó, entre otras cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica los músculos, que la Coca-Cola brinda eternajuventud y que el menú de McDonald's no puede faltar en la barriga de un buenatleta.
El inmenso ejército de McDonald's dispara hamburguesas a las bocas de los niños y de los adultos en el planeta entero. El doble arco de esa Msirvió de estandarte, durante la reciente conquista de los países del Este deEuropa. Las colas ante el McDonald's de Moscú, inaugurado en 1990 con bombos y platillos, simbolizaron la victoria de Occidente con tanta elocuencia como eldesmoronamiento del Muro de Berlín.Un signo de los tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes del mundolibre, niega a sus empleados la libertad de afiliarse a ningún sindicato. McDonald's viola, así, un derecho legalmente consagrado en los muchos países dondeopera. En 1997, algunos trabajadores, miembros de eso que la empresa llamala Macfamilia , intentaron sindicalizarse en un restorán de Montreal en Canadá: el restorán cerró. Pero en el 98, otros empleados e McDonald's, en unapequeña ciudad cercana a Vancouver, lograron esa conquista, digna de la GuíaGuinness.
Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma universal: la publicidad ha logrado lo que el esperanto quiso y no pudo. Cualquiera entiende, encualquier lugar, los mensajes que el televisor transmite. En el último cuarto desiglo, los gastos de publicidad se han duplicado en el mundo. Gracias a ellos, los niños pobres toman cada vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y eltiempo de ocio se va haciendo tiempo de consumo obligatorio.
Tiempo libre,tiempo prisionero: las casas muy pobres no tienen cama, pero tienen televisor, y el televisor tiene la palabra. Comprado a plazos, ese animalito prueba lavocación democrática del progreso: a nadie escucha, pero habla para todos.Pobres y ricos conocen, así, las virtudes de los automóviles último modelo, y pobres y ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés que tal o cualbanco ofrece.
Los expertos saben convertir a las mercancías en mágicos conjuntos contra lasoledad.
Las cosas tienen atributos humanos: acarician, acompañan, comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el amigo que nunca falla. Lacultura del consumo ha hecho de la soledad el más lucrativo de los mercados. Losagujeros del pecho se llenan atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y las cosas no solamente pueden abrazar: ellas también pueden ser símbolos deascenso social, salvoconductos para atravesar las aduanas de la sociedad declases, llaves que abren las puertas prohibidas. Cuanto más exclusivas, mejor: las cosas te eligen y te salvan del anonimato multitudinario.
La publicidadno informa sobre el producto que vende, o rara vez lo hace.
Eso es lo demenos. Su función primordial consiste en compensar frustraciones y alimentar fantasías: ¿En quién quiere usted convertirse comprando esta loción de afeitar?El criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos de la calle no sonsolamente fruto de la pobreza extrema. También son fruto de la ética individualista.
La obsesión social del éxito, dice Platt, incide decisivamente sobrela apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he escuchado decir que eldinero no produce la felicidad; pero cualquier televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el dinero produce algo tan parecido, que la diferenciaes asunto de especialistas.Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años devida humana centrada en la agricultura desde que aparecieron los primeros cultivos, a fines del paleolítico. La población mundial se urbaniza, loscampesinos se hacen ciudadanos.
En América Latina tenemos campos sin nadie yenormes hormigueros urbanos: las mayores ciudades del mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura moderna de exportación, y por la erosión de sustierras, los campesinos invaden los suburbios.
Ellos creen que Dios está entodas partes, pero por experiencia saben que atiene den las grandes urbes. Las ciudades prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los hijos.
En loscampos, los esperadores miran pasar la vida, y mueren bostezando; en lasciudades, la vida ocurre, y llama. Hacinados en tugurios, lo primero que descubren los recién llegados es que el trabajo falta y los brazos sobran, que nada esgratis y que los más caros artículos de lujo son el aire y el silencio.Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano da Rivalto pronunció en Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que las ciudades crecían «porque la gentetiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse. Ahora, ¿quién se encuentracon quién? ¿Se encuentra la esperanza con la realidad?
El deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se encuentra con la gente? Si las relacioneshumanas han sido reducidas a relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se encuentracon las cosas?El mundo entero tiende a convertirse en una gran pantalla de televisión, donde las cosas se miran pero no se tocan. Las mercancías en oferta invaden yprivatizan los espacios públicos.
Las estaciones de autobuses y de trenes, quehasta hace poco eran espacios de encuentro entre personas, se están convirtiendo ahora en espacios de exhibición comercial.
El shopping center, o shopping mall, vidriera de todas las vidrieras, imponesu presencia avasallante. Las multitudes acuden, en peregrinación, a este templo mayor de las misas del consumo.
La mayoría de los devotos contempla, enéxtasis, las cosas que sus bolsillos no pueden pagar, mientras la minoríacompradora se somete al bombardeo de la oferta incesante y extenuante.
El gentío, que sube y baja por las escaleras mecánicas, viaja por el mundo: losmaniquíes visten como en Milán o París y las máquinas suenan como en Chicago, ypara ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los pueblos del interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones dela felicidad moderna, posan para la foto, al pie de las marcas internacionalesmás famosas, como antes posaban al pie de la estatua del prócer en la plaza. Beatriz Solano ha observado que los habitantes de los barrios suburbanosacuden al center, al shopping center, como antes acudían al centro.
Eltradicional paseo del fin de semana al centro de la ciudad, tiende a ser sustituido por la excursión a estos centros urbanos. Lavados y planchados y peinados,vestidos con sus mejores galas, los visitantes vienen a una fiesta donde no sonconvidados, pero pueden ser mirones.
Familias enteras emprenden el viaje en la cápsula espacial que recorre el universo del consumo, donde la estética delmercado ha diseñado un paisaje alucinante de modelos, marcas y etiquetas.La cultura del consumo, cultura de lo efímero, condena todo al desuso mediático. Todo cambia al ritmo vertiginoso de la moda, puesta al servicio de lanecesidad de vender.
Las cosas envejecen en un parpadeo, para ser reemplazadaspor otras cosas de vida fugaz. Hoy que lo único que permanece es la inseguridad, las mercancías, fabricadas para no durar, resultan tan volátiles como elcapital que las financia y el trabajo que las genera.
El dinero vuela a lavelocidad de la luz: ayer estaba allá, hoy está aquí, mañana quién sabe, y todo trabajador es un desempleado en potencia. Paradójicamente, los shoppingscenters, reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad.
Ellos resisten fuera del tiempo, sin edad y sin raíz, sin noche y sin día y sin memoria, y existen fuera del espacio, más allá de las turbulencias de lapeligrosa realidad del mundo.Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una mercancíade vida efímera, que se agota como se agotan, a poco de nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y las modas y los ídolos que lapublicidad lanza, sin tregua, al mercado.
Pero, ¿a qué otro mundo vamos amudarnos? ¿Estamos todos obligados a creernos el cuento de que Dios ha vendido el planeta unas cuantas empresas, porque estando de mal humor decidióprivatizar el universo?
La sociedad de consumo es una trampa cazabobos. Los que tienenla manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que la gran mayoría de la gente consume poco, poquito y nadanecesariamente, para garantizar la existencia de la poca naturaleza que nos queda. Lainjusticia social no es un error a corregir, ni un defecto a superar:
es una necesidad esencial.
No hay naturaleza capaz de alimentar a un shopping centerdel tamaño del planeta.***
Por Eduardo Galeano

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