sábado, marzo 03, 2007

La sociedad de consumo es una trampa cazabobos.

El imperio del consumo.

Por Eduardo Galeano

La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas las
guerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un viejo
proverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble.

La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal parece
no tener límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la cultura de consumo
suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora de la verdad,
cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta, solo,
acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar.

La expansión de la demanda choca con las fronteras que le impone el mismo
sistema que la genera. El sistema necesita mercados cada vez más abiertos y más
amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la vez necesita que anden
por los suelos, como andan, los precios de las materias primas y de la fuerza
humana de trabajo. El sistema habla en nombre de todos, a todos dirige sus
imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la fiebre compradora; pero
ni modo: para casi todos esta aventura comienza y termina en la pantalla del
televisor. La mayoría, que se endeuda para tener cosas, termina teniendo nada
más que deudas para pagar deudas que generan nuevas deudas, y acaba
consumiendo fantasías que a veces materializa delinquiendo.
El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de todos.
Dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Esta civilización no deja dormir
a las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En los invernaderos, las
flores están sometidas a luz continua, para que crezcan más rápido. En la
fábricas de huevos, las gallinas también tienen prohibida la noche. Y la gente está
condenada al insomnio, por la ansiedad de comprar y la angustia de pagar.
Este modo de vida no es muy bueno para la gente, pero es muy bueno para la
industria farmacéutica.
EEUU consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas
que se venden legalmente en el mundo, y más de la mitad de las drogas
prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es moco de pavo si se tiene en cuenta
que EEUU apenas suma el cinco por ciento de la población mundial.

«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta una mujer en el barrio
del Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango,
ha dejado paso a la vergüenza de no tener. Un hombre pobre es un pobre hombre.
«Cuando no tenés nada, pensás que no valés nada», dice un muchacho en el
barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro comprueba, en la ciudad dominicana
de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan para las marcas. Viven
comprando etiquetas, y viven sudando la gota gorda para pagar las cuotas».
Invisible violencia del mercado: la diversidad es enemiga de la
rentabilidad, y la uniformidad manda. La producción en serie, en escala gigantesca,
impone en todas partes sus obligatorias pautas de consumo. Esta dictadura de la
uniformizació n obligatoria es más devastadora que cualquier dictadura del
partido único: impone, en el mundo entero, un modo de vida que reproduce a los
seres humanos como fotocopias del consumidor ejemplar.

El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta civilización, que confunde
la cantidad con la calidad, confunde la gordura con la buena alimentación.
Según la revista científica The Lancet, en la última década la «obesidad
severa» ha crecido casi un 30 % entre la población joven de los países más
desarrollados. Entre los niños norteamericanos, la obesidad aumentó en un 40% en los
últimos dieciséis años, según la investigación reciente del Centro de
Ciencias de la Salud de la Universidad de Colorado. El país que inventó las comidas
y bebidas light, los diet food y los alimentos fat free, tiene la mayor
cantidad de gordos del mundo. El consumidor ejemplar sólo se baja del automóvil
para trabajar y para mirar televisión. Sentado ante la pantalla chica, pasa
cuatro horas diarias devorando comida de plástico.

Triunfa la basura disfrazada de comida: esta industria está conquistando los
paladares del mundo y está haciendo trizas las tradiciones de la cocina
local. Las costumbres del buen comer, que vienen de lejos, tienen, en algunos
países, miles de años de refinamiento y diversidad, y son un patrimonio
colectivo que de alguna manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de
los ricos. Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de
la vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la imposición
del saber químico y único: la globalización de la hamburguesa, la dictadura de
la fast food. La plastificació n de la comida en escala mundial, obra de
McDonald's, Burger King y otras fábricas, viola exitosamente el derecho a la
autodeterminació n de la cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el
alma una de sus puertas.

El campeonato mundial de fútbol del 98 nos confirmó, entre otras cosas, que
la tarjeta MasterCard tonifica los músculos, que la Coca-Cola brinda eterna
juventud y que el menú de McDonald's no puede faltar en la barriga de un buen
atleta. El inmenso ejército de McDonald's dispara hamburguesas a las bocas de
los niños y de los adultos en el planeta entero. El doble arco de esa M
sirvió de estandarte, durante la reciente conquista de los países del Este de
Europa. Las colas ante el McDonald's de Moscú, inaugurado en 1990 con bombos y
platillos, simbolizaron la victoria de Occidente con tanta elocuencia como el
desmoronamiento del Muro de Berlín.

Un signo de los tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes del mundo
libre, niega a sus empleados la libertad de afiliarse a ningún sindicato.
McDonald's viola, así, un derecho legalmente consagrado en los muchos países donde
opera. En 1997, algunos trabajadores, miembros de eso que la empresa llama
la Macfamilia , intentaron sindicalizarse en un restorán de Montreal en Canadá:
el restorán cerró. Pero en el 98, otros empleados e McDonald's, en una
pequeña ciudad cercana a Vancouver, lograron esa conquista, digna de la Guía
Guinness.
Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma universal: la publicidad
ha logrado lo que el esperanto quiso y no pudo. Cualquiera entiende, en
cualquier lugar, los mensajes que el televisor transmite. En el último cuarto de
siglo, los gastos de publicidad se han duplicado en el mundo. Gracias a ellos,
los niños pobres toman cada vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y el
tiempo de ocio se va haciendo tiempo de consumo obligatorio. Tiempo libre,
tiempo prisionero: las casas muy pobres no tienen cama, pero tienen televisor, y
el televisor tiene la palabra. Comprado a plazos, ese animalito prueba la
vocación democrática del progreso: a nadie escucha, pero habla para todos.
Pobres y ricos conocen, así, las virtudes de los automóviles último modelo, y
pobres y ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés que tal o cual
banco ofrece.

Los expertos saben convertir a las mercancías en mágicos conjuntos contra la
soledad. Las cosas tienen atributos humanos: acarician, acompañan,
comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el amigo que nunca falla. La
cultura del consumo ha hecho de la soledad el más lucrativo de los mercados. Los
agujeros del pecho se llenan atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y
las cosas no solamente pueden abrazar: ellas también pueden ser símbolos de
ascenso social, salvoconductos para atravesar las aduanas de la sociedad de
clases, llaves que abren las puertas prohibidas. Cuanto más exclusivas, mejor:
las cosas te eligen y te salvan del anonimato multitudinario. La publicidad
no informa sobre el producto que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de
menos. Su función primordial consiste en compensar frustraciones y alimentar
fantasías: ¿En quién quiere usted convertirse comprando esta loción de afeitar?

El criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos de la calle no son
solamente fruto de la pobreza extrema. También son fruto de la ética
individualista. La obsesión social del éxito, dice Platt, incide decisivamente sobre
la apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he escuchado decir que el
dinero no produce la felicidad; pero cualquier televidente pobre tiene motivos
de sobra para creer que el dinero produce algo tan parecido, que la diferencia
es asunto de especialistas.

Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años de
vida humana centrada en la agricultura desde que aparecieron los primeros
cultivos, a fines del paleolítico. La población mundial se urbaniza, los
campesinos se hacen ciudadanos. En América Latina tenemos campos sin nadie y
enormes hormigueros urbanos: las mayores ciudades del mundo, y las más injustas.
Expulsados por la agricultura moderna de exportación, y por la erosión de sus
tierras, los campesinos invaden los suburbios. Ellos creen que Dios está en
todas partes, pero por experiencia saben que atiene den las grandes urbes. Las
ciudades prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los hijos. En los
campos, los esperadores miran pasar la vida, y mueren bostezando; en las
ciudades, la vida ocurre, y llama. Hacinados en tugurios, lo primero que descubren
los recién llegados es que el trabajo falta y los brazos sobran, que nada es
gratis y que los más caros artículos de lujo son el aire y el silencio.
Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano da Rivalto pronunció en Florencia
un elogio de las ciudades. Dijo que las ciudades crecían «porque la gente
tiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse. Ahora, ¿quién se encuentra
con quién? ¿Se encuentra la esperanza con la realidad? El deseo, ¿se
encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se encuentra con la gente? Si las relaciones
humanas han sido reducidas a relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se encuentra
con las cosas?

El mundo entero tiende a convertirse en una gran pantalla de televisión,
donde las cosas se miran pero no se tocan. Las mercancías en oferta invaden y
privatizan los espacios públicos. Las estaciones de autobuses y de trenes, que
hasta hace poco eran espacios de encuentro entre personas, se están
convirtiendo ahora en espacios de exhibición comercial.

El shopping center, o shopping mall, vidriera de todas las vidrieras, impone
su presencia avasallante. Las multitudes acuden, en peregrinación, a este
templo mayor de las misas del consumo. La mayoría de los devotos contempla, en
éxtasis, las cosas que sus bolsillos no pueden pagar, mientras la minoría
compradora se somete al bombardeo de la oferta incesante y extenuante. El
gentío, que sube y baja por las escaleras mecánicas, viaja por el mundo: los
maniquíes visten como en Milán o París y las máquinas suenan como en Chicago, y
para ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los pueblos
del interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones de
la felicidad moderna, posan para la foto, al pie de las marcas internacionales
más famosas, como antes posaban al pie de la estatua del prócer en la plaza.
Beatriz Solano ha observado que los habitantes de los barrios suburbanos
acuden al center, al shopping center, como antes acudían al centro. El
tradicional paseo del fin de semana al centro de la ciudad, tiende a ser sustituido
por la excursión a estos centros urbanos. Lavados y planchados y peinados,
vestidos con sus mejores galas, los visitantes vienen a una fiesta donde no son
convidados, pero pueden ser mirones. Familias enteras emprenden el viaje en la
cápsula espacial que recorre el universo del consumo, donde la estética del
mercado ha diseñado un paisaje alucinante de modelos, marcas y etiquetas.
La cultura del consumo, cultura de lo efímero, condena todo al desuso
mediático. Todo cambia al ritmo vertiginoso de la moda, puesta al servicio de la
necesidad de vender. Las cosas envejecen en un parpadeo, para ser reemplazadas
por otras cosas de vida fugaz. Hoy que lo único que permanece es la
inseguridad, las mercancías, fabricadas para no durar, resultan tan volátiles como el
capital que las financia y el trabajo que las genera. El dinero vuela a la
velocidad de la luz: ayer estaba allá, hoy está aquí, mañana quién sabe, y todo
trabajador es un desempleado en potencia. Paradójicamente, los shoppings
centers, reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad.
Ellos resisten fuera del tiempo, sin edad y sin raíz, sin noche y sin día y sin
memoria, y existen fuera del espacio, más allá de las turbulencias de la
peligrosa realidad del mundo.

Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una mercancía
de vida efímera, que se agota como se agotan, a poco de nacer, las imágenes
que dispara la ametralladora de la televisión y las modas y los ídolos que la
publicidad lanza, sin tregua, al mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a
mudarnos? ¿Estamos todos obligados a creernos el cuento de que Dios ha vendido
el planeta unas cuantas empresas, porque estando de mal humor decidió
privatizar el universo? La sociedad de consumo es una trampa cazabobos. Los que tienen
la manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que tenga ojos en la cara puede
ver que la gran mayoría de la gente consume poco, poquito y nada
necesariamente, para garantizar la existencia de la poca naturaleza que nos queda. La
injusticia social no es un error a corregir, ni un defecto a superar: es una
necesidad esencial. No hay naturaleza capaz de alimentar a un shopping center
del tamaño del planeta.

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